martes, 16 de junio de 2009

El rescate de Ramón

Esta historia ha sido copiada directamente de la revista "Semanario" que acompaña al periódico vanguardia

Es esquizofrénico y se perdió en Dallas, Texas, en septiembre de 2007. Desde entonces su familia lo ha estado buscando. Sólo Dios sabe cómo llegó a la Plazuela Juárez de Torreón, donde se instaló como indigente. Gracias a una publicación de Semanario, su familia supo de él. Esta es la historia del reencuentro.

Por: Francisco Rodríguez
15-Junio-2009

“Un día van a venir por mi en un coche, los estoy esperando” dijo Ramón a Semanario hace casi dos años y se cumplió.

Recuerdo que estaba recostado en una banca cuando mi lente le apuntó. “No quiero fotos, me hacen daño a la salud” soltó. Ahí comenzó la entrevista.

Ramón fue breve, sólo dijo que trabajaba en Dallas poniendo techos y que llegó a Torreón para ver a su familia que ya no tardaba en ir por él. No dio más explicaciones. Nadie en la calle le creía ese cuento, de lo único que los boleros y lavacoches estaban seguros es que había adoptado la Plazuela para vivir y que se conformaba con que le regalaran cigarros. Ramón pasaba días enteros con sólo humo en la panza.

El 14 de abril de 2008, Semanario publicó en su edición 115, el reportaje “Torreón: Tiradero de indigentes”, donde narró las historias de muchos vagabundos con trastornos mentales como él.

Así fue que Ramón se hizo famoso y su sobrina Karen Riano pudo leer su historia en Internet desde Dallas. De inmediato mandó un mail explicando que a su tío, que se llama Ramón, así nada más un día no lo volvieron a ver.

“Hace como dos años mi tío se perdió y se llamaba Ramón Torres. Él es igual así como usted lo describe en el articulo”, escribió Karen en el correo.

Después que éste reportero envió una foto del hombre al que hacía referencia, Karen se comunicó desde los Estados Unidos: “Sí es él, sí es él. Está muy mal pero sí es él.

Todo lo que decía el artículo, que se agarraba la barba y que trabajaba en los techos; todo coincide”, exclamó Karen por el auricular, a miles de kilómetros de Torreón, con un español trabado y con una emoción que traspasaba la línea.
- ¿Y desde cuándo no ven a su pariente?, le pregunto.
- Más o menos desde septiembre de 2007. Es que él es esquizofrénico y se perdió en Dallas. Encontramos un boleto de camión con destino a México, pero nos dijeron que nunca lo usó.
- ¿Y todo este tiempo no han dejado de buscarlo?
- No, yo ayer en la noche seguía buscando por Internet y di con el artículo del periódico.

Ya había pasado un año y volví a buscar a Ramón en el mismo lugar a ver si corría con suerte. No batallé. Él seguía “viviendo” en la Plazuela Juárez. Nada había cambiado, excepto que boleros y lavacoches del lugar, ya le apodaban ‘Hombre lobo’ por su cabellera desaliñada y su abultada barba. Ahí comenzó el rencuentro.

El rescate

Es Mireya Torres, hermana de Ramón, quien se comunica desde Zacatecas. Ella y sus hermanos Anel y César (son 11 hermanos, cinco viven en Zacatecas y cinco en Estados Unidos) desde Nieves, un poblado zacatecano de menos de 500 habitantes, tomaron carretera para encontrarse con su hermano.

Mientras tanto, acá en la Plazuela Juárez, una pequeña plaza ubicada a espaldas de la Presidencia, Ramón deambula pidiendo un cigarro, vestido con una playera roja con el antiguo eslogan al pecho de un candidato de hace cuatro años: “De corazón por Torreón”; pantalones manchados de pintura y botas cuarteadas. Viste diferente a como lo vi hace más de un año.

Ramón desconoce que se reencontrará con su familia en unas horas. Se sienta en unos escalones y pierde la mirada acompañado de su tic: hacerse nudos los vellos de la barba. Así vivió gran parte de todo este tiempo; pues los primeros días, según boleros y franeleros de la plaza, se hospedó en un hotel del centro hasta que se le acabó el dinero.

En eso recibo una llamada al celular. Es uno de los cinco hermanos que viven en Dallas, Mauro, padre de Karen. Me pide si puedo poner a Ramón al teléfono. “Ramón, es tu hermano Mauro”, le comento. Ramón toma el teléfono y habla: “Estoy en Torreón… acá por un Cristo blanco (se refiere al Cristo de las Noas, característico de la ciudad y que se ve desde donde estamos parados)… cuándo… quién viene”, dice con un volumen de voz alto, casi gritando. Indiferente, como si fuera ayer cuando los vio por última vez. Me regresa el teléfono y vuelve a los escalones. Al otro lado, desde Dallas, su hermano Mauro, me dice: “Sí es él, sí es mi hermano”.
Aproximadamente en una hora arribarán sus hermanos de Zacatecas.

- ¿Qué te dijo tu hermano?, pregunto a Ramón después de colgar el teléfono.
- Que allí viene.
- ¿Los vas a esperar?
- Sí.
- ¿Hace cuánto que no los ves?
- Dos años.
- ¿Qué sentiste cuando hablaste con tu hermano?
- Pos nada.

Ramón voltea la cara. No quiere hablar. Se manosea la barba. Se sienta. Transpira indiferencia; tan tranquilo como un pescador a la espera de que el pez pique el anzuelo.

El tiempo se hacía eterno

Mireya, Anel y César, hermanos de Ramón, están en Torreón. El reloj marca las 19:02 horas de un martes. Como si fuera poco, la agonía de reencontrarse con su hermano después de casi dos años de no verlo, se prolonga cuando un espigado agente de tránsito con sus gafas al mero estilo de Eric Estrada en Patrulla motorizada, detiene el Nissan blanco porque a César se le olvidó ponerse el cinturón de seguridad. Lo que el policía no sabe es que Ramón está a menos de 10 kilómetros esperando a su familia.

El agente les retiene la licencia de manejo y tarjeta de circulación. César, con unas ansias que parece le carcomen la barriga, le solicita al policía le envíe la multa a Zacatecas y le regrese los documentos. El espigado tránsito no se traga nada. Pero después de minutos de diálogo y de contarle casi la novela completa, el agente cede. En la Plazuela, Ramón se moja los cabellos y la cara, quizá sabe que falta poco.

El tránsito de automóviles por la ciudad demora aún más el reencuentro. Es la hora pico. Todos quieren regresar a casa después del trabajo. Mireya, Anel y César quieren ver a su hermano, aunque aún dudan que sea él.

- ¿Qué siente porque ya lo va a ver?, pregunto a Mireya, quien se encuentra en el asiento trasero del coche con los cabellos rebelándose por el viento que entra.
- Mucha emoción, porque pensábamos que no lo íbamos a encontrar.
- ¿Qué sintieron cuando les dijeron que estaba aquí?
- Primero mucha incertidumbre, luego leímos la noticia y nos dio gusto. Todavía pensamos si es o no.
- ¿En todo este tiempo alguna vez dejaron de buscar a su hermano?
- No, mis hermanos en Dallas siempre lo buscaron y acá nosotros preguntábamos, pero ya ni lo esperábamos.

“Él está enfermo. Tiene esquizofrenia y un día se salió de la casa; él comentaba que se iba a ir pero mis hermanos allá no le tomaban en cuenta, pero un día se fue y desde ese momento lo empezaron a buscar, en hospitales. Y los adivinos nos decían que estaba de aquel lado. Lo buscamos por muchos medios”, cuenta Mireya.

De hecho la familia solía ir con adivinos, con lectores de cartas, “barrenderos”, “lectores de huevos” y hasta con aquellos que “leen” la energía. Todos les decían que estaba vivo pero que estaba del otro lado, en Estados Unidos; algunos les decían que estaba acompañado. Cada que aparecía un nuevo adivino, la madre de Ramón acudía. Bueno o malo, eso los mantenía con las esperanzas intactas.

El último adivino con el que fueron, hace alrededor de dos meses, les dijo que en poco tiempo tendrían noticias de Ramón. Pero nada como los sueños de César: “Yo lo soñaba muy seguido, que estaba cerca, no lo soñaba a él, lo soñaba cerca; que estaba cerca de Zacatecas, no que estaba en Estados Unidos”, me comparte César, quien va en el asiento del copiloto y usa un sombrero blanco.

César vivía en Minnesota, Estados Unidos, pero cuando se enteró que su hermano Ramón estaba perdido se mudó a Dallas. Abandonó su trabajo e inició su búsqueda: “Lo estuve buscando por los puentes y nada. Me decían que podía estar en las fronteras. Estaba reportado en hospitales, en todos lados. Pensé que podía estar en la Ciudad de México porque estudió ahí pero desde el temblor (de 1985) no volvió”, expondría más tarde. Su búsqueda duró dos meses hasta que decidió regresar a Zacatecas. Desde ahí hacía lo que podía.

Casi dos años después, el sueño de César parecía culminar. Sonó el teléfono y era su familia en Dallas. Parecía que Ramón estaba en Torreón, Coahuila, a cinco horas del poblado donde en ese preciso momento de la llamada, convivían hermanos y madre.

“Nunca pierde uno la esperanza, es alguien que uno aprecia y por eso nunca muere la esperanza. Todo el trayecto decíamos que no era, pensamos que quizá no es. Pero no puede ser otro más que él”, menciona César con un grado de nerviosismo y esperanza, como si esos sentimientos se pelearan entre ellos.

- ¿Cómo se imagina a su hermano?, pregunto a César.
- Bien flaco y luego de por sí siempre andaba con la barba bien larga, barbón.

Y el coche por fin llegó...

La hermana Anel es quien maneja el Nissan blanco. Habla poco y mantiene la mirada al volante, en unas calles que jamás pensó recorrer; quizá con ese cosquilleo de parar el coche en cualquier momento y ver a su hermano Ramón.

- ¿Usted qué piensa de todo esto?, pregunto a Anel.
- Jamás perdí la esperanza, pero todavía tenemos dudas -platica con una voz temblorosa.
- ¿Tiene miedo?
- Sí.
- ¿A qué?
- A que no sea.

El coche está a escasos metros de la Plazuela Juárez. Un silencio funerario inunda al carro cuando les aviso que faltan escasas cuadras. Ahí está la presidencia, atrás está la plaza que hospedó a Ramón durante casi dos años. El sonido de la direccional izquierda parece retumbar en el ambiente. “Esa es la plaza”, les comento a los hermanos. “¿Dónde me estaciono?”, pregunta Anel, cuando por lo menos hay una decena de espacios donde estacionarse. Se aparca. Bajan del coche pacientemente, sin prisa, como si prepararan un escudo que les protegiera de una posible desilusión. Anel toma la delantera, atrás queda Mireya y a un lado César, resguardando con las manos encadenadas a los bolsillos.

¿“Dónde está?”, pregunta como si no quisiera preguntar Mireya. En eso, a menos de 20 metros, está Ramón, sentado, con una caja de cerillos. Un año y nueves meses después: “¡Ramón!”, suelta Anel y corre hacia él ya con un llanto. Atrás le siguen Mireya y César. Anel abraza a Ramón, su hermano. Ramón no suelta la caja de cerillos, la abraza con un brazo. No hay mucha expresión de su parte, sólo sus ojos se agrandan un poco. Sonríe tibiamente. Ahí está él, con los cabellos peinados hacia atrás, mojados. Se le unen Mireya y César, éste último parece que aún no lo cree. Lo abraza y le da una palmada en el brazo. Amarra las lágrimas, únicamente permite que se asomen.

“¿Y te acordarás de nosotros”?, le pregunta Mireya a Ramón; “Sí, cómo no”, asegura Ramón. No hay palabras. No hay discursos ni lamentos. Sólo lo abrazan y lo miran. Boleros y cuida coches del lugar, los amigos de Ramón desde que tomó la plaza como su casa, se acercan. Saben que es su familia que vino por él. Que lo encontraron.

Entonces se enteran que su amigo, ‘el Hombre lobo’, es Ramón Torres y que tiene 42 años. Que desde los 25 años se le detectó esquizofrenia y que en un año y nueve meses no ha tomados sus medicamentos. Que el padre también padecía problemas mentales. Que Ramón es un fumador empedernido, porque según su hermano César, agarró más el vicio por una desilusión amorosa. Y la familia se entera, por ellos, que Ramón siempre se portó bien. Que fue pacífico en todo éste tiempo. Que se dormía en una banca de la plaza y que pese a que en un local cercano le daban de comer, cada día bajaba de peso.

“Lo veo flaco pero igual que siempre, pensé que estaría más loco. Ya me lo creo, él de todas maneras es así, muy serio, casi no habla”, asegura Mireya.

Suena el celular de Mireya. Son sus otros hermanos. “Ya estamos con Ramón… está un poco flaco, como cualquier vagabundo”, les informa con la voz entrecortada.

- ¿Vas a extrañar aquí?, pregunto a Ramón.
- Sí, un poco. Dice mientras juguetea con una esclava que trae entre sus manos.

Mireya da las gracias a boleros y cuida coches; no le quita la mirada a su hermano Ramón. Anel fue a comprar bebidas para el camino de regreso. César platica que Ramón ya se va a quedar en Zacatecas; mantiene las manos en los bolsillos y suspira a cada rato. “Yo lo soñaba que estaba cerca, yo sabía que estaba cerca”, insiste sobre sus sueños.
Hay pocas palabras. Mireya le pregunta a Ramón cómo llegó a Torreón. Ramón sólo dice que llegó. Nadie sabe. Tampoco importa ya.

“Ya nos vamos”, comenta Mireya. Pero nadie toma la iniciativa de dirigirse al coche. Se acerca un bolero, amigo de Ramón, quien le surtía de cigarrillos: “Pariente, un cigarro”, le pidió Ramón durante más de un año. El bolero saca la cajetilla y le regala un cigarrillo más, el último: “Se cuida por allá, eh”, alcanza a decirle. Ramón dice adiós con la mano y el bolero se va.

Mireya, Anel, César y Ramón empiezan a caminar rumbo al coche. Anel lo toma del brazo. Ramón apaga el cigarrillo y sube al automóvil. Dentro, da un trago a su Coca cola. Baja el vidrio, sonríe y dice adiós. De regreso a casa.

Después, en una esquina, los boleros y cuida coches platican de la forma de vivir de Ramón. Nada especial, un indigente más para ellos. Al preguntarles si lo van a extrañar, contestan: “Sí, pero no va a durar allá, va a regresar”.

Ramón y sus hermanos llegaron a su tierra pasada la media noche. Ramón se bañó y optó por rasurarse la barba. Su familia lo esperaba con un banquete pero él únicamente quería frijoles y huevito. Durmió hasta tarde. Al día siguiente lo raparon. Lo llevaron con el doctor y les dijeron que estaba bien, que sólo tenía problemas de peso. Fueron a Río Grande, Zacatecas a comprarle ropa. Ramón se quiere bañar a cada rato. Minutos antes del cierre de esta edición la familia envió la foto del nuevo Ramón.

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